Otra mañana más. Otro lunes más. La ligera luz del alba me hiere los ojos, todavía adaptados a visión nocturna. Me levanto y me miro en el espejo. Sé que soy yo porque llevo mis calzones del cuerno de Boromir y porque la melena no me deja verme la cara. El agua fresca de una ducha me hace entrar en la realidad: otra vez llego tarde. Me pongo las botas y cojo la capa. El donuts me lo voy tomando por las escaleras. El frío de la calle hiela mis puntiagudas orejas y congela mi pelo, todavía húmedo. Mientras voy hacia el metro busco con la mirada a la chica de los periódicos: no está. Al cruzar la calle tengo que esquivar a la ambulancia que viene a toda leche en dirección contraria. Es lo malo de vivir al lado del hospital. Entro en el metro, evitando pasar por el lado de las goteras y saltando los charcos. Y como todas las mañanas me pregunto porqué demonios meterán cadáveres de orco en los conductos del aire acondicionado. Probablemente sea para poder promocionar su nuevo eslogan, ese de Metro de Madrid: Huela. Pillo un periódico de una papelera y busco la tira de mi vaquero preferido. Ya la han arrancado. Dejo el periódico en la siguiente papelera y espero al tren en un anden cada vez más lleno de gente. Para distraerme empiezo a pensar que a lo mejor hoy viene un tren de los nuevos, de esos azules y espaciosos con un botón de lucecitas para abrir la puerta. Dejo de engañarme a mi mismo y busco algo más entretenido que pensar en utopías. El cartel luminoso indica que faltan 08 minutos para que llegue el tren. Intento pensar en otra cosa pero el cartel sigue ahí, llamándome. Parece que cada vez se hace mas grande. Ya solo puedo pensar en el cartel, que, cual ojo vigilante, me impide mirar hacia otro lado. Después de varios angustiosos minutos pensando que cada vez llego mas tarde, el murmullo del tren acercándose me hace volver en mí. La gente se prepara para entrar en el vagón. Con un poco de habilidad consigo hacerme con una posición bastante buena: solo hay treinta y cinco personas antes que yo para entrar. Aguanto la respiración y me preparo. Cuando el tren para, comienza la batalla por entrar. Hoy tengo suerte y consigo un huequito. Y solamente me han dado un codazo y me han pisado dos veces. La gente sigue intentando entrar, a pesar de que ya es físicamente imposible. Pero eso los enanos no lo conciben. Hoy hay uno especialmente cabezota que sigue empujando. Rezo a Thor para que el conductor cierre ya las puertas. Al final consigue entrar a base de empujones y de pisarnos a todos con sus botas de acero. Puto enano. Trato de no pensar más en ello porque los enanos me ponen de muy mala leche por las mañanas. Vamos tan apretados que no necesito esforzarme por estar en pie. En la siguiente parada, por suerte, el vagón se descongestiona un poco y ya dejo de aguantar la respiración. Dejo vagar la mirada por los pies de la gente, fijándome en los diferentes calzados. Me paro en unas botas New Rock, de esas negras con mogollón de remaches metálicos y una suela tocha llena de pinchos. Subo mi mirada por las piernas para ver que clase de ser va dentro de esos tanques. ¡Por Thor, que piernas! Sigo subiendo hasta llegar a una escasa faldita de cota malla. Un cuerpo de vértigo, unas tetas dignas de Sara Pezzini. Al llegar a su cara confirmo lo que ya sospechaba, es un elfa. Su pelo, negro como ala de cuervo, con un seductor flequillo sobre los ojos. Me ponen un montón ese tipo de chicas. Gustosamente daría yo uno de mis pulgares oponibles, por conocerla e invitarla a una cervecilla élfica. Daría incluso mi colección virtual de comics. Después de babear un rato miro para otro lado. Me fijo en que no soy el único que está mirando a la elfa. Hay un bárbaro melenudo al que se le salen los ojos y un paladín cursilón que intenta arrimarse a ella sin que se note. Seguro que desearían invitarla a tomar un aguardiente o un hidromiel. Que patéticos... El tren se para y desgraciadamente la belleza elfa se baja. Siempre se van las mejores. El tren sigue. Veo que el enano pesado de antes se prepara para bajarse en la próxima. Menos mal. Mientras el tren frena me fijo en la gente del andén. ¿Porqué se ven un montón de chicas impresionantes y cuando el tren se para solo hay un viejo orco borracho o un grupo de paladines prepotentes enfrente de mi puerta? Hoy es peor aún. Siempre toca en mi vagón. Una patrulla de seguratas uruks en plan Dredd. Y además llevan un wargo anti-drogas que se pasea por ahí oliendo nuestras mochilas para ver si llevamos Piedra Bruja. Parece que no detectan a nadie. Lo siento tíos, hoy no podéis saciar vuestro ansia de patear cabezas, otra vez será. Por suerte se bajan en la siguiente y se llevan a su maloliente wargo. Esta parada tiene un trasbordo con el cercanías. Otra vez se llena tanto el vagón que ya ni se puede distinguir en que culo tienes puesta tu mano. El de atrás me va clavando toda la armadura. Y además ha subido un hobbit con una pandereta y se ha puesto a chillar una especie de canción sobre un pajarito que estaba enamorado de nosequé leches. El tren empieza a frenar. Se para antes de llegar a la siguiente estación. Señores viajeros, disculpen las molestias, pero uno de los trenes de esta línea acaba de chocar con Paul Atreides que pasaba por ahí montado en un gusano gigante. Vamos a estar parados aproximadamente, ehh... dos horas 14 minutos y veinte segundos. Que asco. Media hora y ya creo estar muriéndome. Ya me he perdido Biología y Edafo. Y a este paso ya no llego ni a Mates ni a Utilización del hacha en la Ingeniería Hobbit. Y ni siquiera hay ninguna valkiria de esas que me gustan a mi. De hecho no tengo manera de saberlo, porque lo único que veo es el sobaco del beórnida que me está aplastando contra el de la armadura de pinchos. Resiste Nimendil, me digo. Y el puto hobbit de la pandereta sigue berreando algo sobre un girasol que estaba triste por nosequé puñetas de la luna. Intento imaginarme que estoy tranquilamente en casa, frente a mi fueguecito, tomándome unas elróndigas y un chocolate calentito. Por mucho que me concentro, mi agradable visión acaba teniendo demasiado que ver con el maldito beórnida y ya no me apetece el asqueroso chocolate. Entre el hobbit y el beórnida se pasan las dos horas y catorce minutos y el tren nos lleva a la siguiente estación. Pero cual es mi sorpresa cuando de repente la megafonía se vuelve a encender y dicen: Señores viajeros, disculpen las molestias pero este tren no admite viajeros. Por favor salgan todos del tren. Asimismo sentimos comunicarles que no van a pasar más trenes por esta parada hasta dentro de tres días. Disfruten de su viaje. Pues hala, andando el resto del camino. Subo andando las escaleras, porque claro, las mecánicas están rotas. Salgo fuera del subterráneo. Mierda, otra vez está lloviendo. Me cubro bien con la capa y tiro hacia la Escuela. Nunca me había parecido tan atractiva la idea de estar en un aula. Daría lo que fuera por llegar ya. Pero no. Todavía me queda un buen tramo. Además, entre la lluvia y la niebla veo menos que un troll en bragas y no me oriento. Sospecho que estoy dando un rodeo, pero a pesar de todo sigo adelante. Espero en el cruce de detrás de la Facultad de Corta-fiambres y justo, como no, pasa el camión que les lleva los cuerpos. Cuando salpica, toda la mierda que había en el charco pasa a estar sobre mi ropa. Además de tarde, llego sucio. Perfecto. Consigo avanzar un par de calles más sin que me atropellen y sin ahogarme en algún charco. Por fin, ya veo mi destino: La Escuela Técnica Superior de Ingenieros Hobbits. Ya todo parece fácil. Llego a la puerta de la valla, que sigue cerrada y tengo que entrar por la barrera de los coches para no dar un rodeo. Consigo entrar, aunque he acabado bastante pringado de aceite de motor. En cuanto entro en la escuela voy directo al revistero. Ya no quedan periódicos. Paso por delante de la cafetería. El olor a napolitana de chocolate me hace dudar un par de segundos sobre mis ganas de asistir a clase. Pienso en todo lo que he pasado para llegar hasta aquí y sigo hacia la clase. Ignoro mi taquilla, ya dejaré las cosas luego. Además, con la suerte que tengo, seguro que el taper de la comida se ha abierto y llevo todo pringado de la salsa picante de las elróndigas. Entro en clase, y ¡sorpresa! Está vacía. ¿Donde infiernos estarán todos? Mientras se me ocurre dejo las cosas en la taquilla. Efectivamente, la comida se me ha derramado por toda la mochila. Pienso que pueden estar en el laboratorio de Utilización del hacha en la Ingeniería Hobbit. Cojo mi hacha de la taquilla y me dirijo hacia allí. Al fin y al cabo esta clase es divertida. Me acuerdo de la primera clase. Chicos, el hacha en nuestra ingeniería solo se usa para defenderse de los estudiantes de otras ingenierías. Así que, ahí tenéis un muñeco de un ingeniero elfo con su motosierra. ¡A por él! El profesor está un poco pirado, y no sé si lo que enseña está en el temario, pero la clase en sí es divertida. Llego por fin al laboratorio, pero no, no están. Sin saber que hacer voy al tablón a ver si pone algo. Al llegar allí veo un gran cartel que dice: Aviso, el próximo lunes se suspenden las clases de todo el primer ciclo. Después de destrozar el tablón con el hacha me voy a la cafetería a por una napolitana. Pero al llegar, sale la jefa de la cafeta y me dice, chico aquí no puedes entrar así de mojado y sucio y además con instrumental de prácticas. A cualquier otro le hubiera plantado cara, pero cualquiera se atreve con esta. Me voy con la cabeza gacha. De repente algo me golpea brutalmente. Es el hobbit del carrito de reposiciones de la cafetería. Claramente, al arrollarme pasa justo por encima de mi dedo malo. Veo las estrellas y maldigo a toda su progenie de sucias ratas medianas. En un ataque de locura, me rasgo las vestiduras y mientras canto un himno a Flagelis, el dios de los penitentes y masocas, salgo corriendo hacia el laguito radiactivo de la entrada de la escuela. Al llegar allí me tiro en plancha mientras chillo de rabia. Me quedo un rato ahí tirado, bajo la lluvia, regodeándome en mi desesperación. Cuando de repente, deus ex machina, oigo una voz de fémina. Su voz. Es ella, esa chica que me pone tanto. ¿Tu tampoco sabías que no había clase?, me dice. Por una vez, en vez de poner cara de tonto, me acerco arrastrándome y le contesto: No, tampoco lo sabía. Si quieres, aún queda sitio en mi charco. Casi prefiero no oir lo que dirá ante mi patético intento de ser gracioso. Como esperaba. Me empuja con la bota y me hunde aún más en el fango. Final perfecto para la mañana perfecta.
Que dura es la vida del estudiante...
Quiero dedicar esta entrada totalmente autobiográfica (y sin nada de ficción...) a todos aquellos que sufren cada mañana al intentar llegar a clase. Especialmente a aquellos que tienen que sufrir el metro, la temida Línea 6 y sus parones y en general esas cosas que nos amargan las ya de por sí agradables mañanas de clases.